La persecución en el siglo tercero

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La presente confesión de fe ante las autoridades ha sido tanto más ilustre y honrosa por cuanto el sufrimiento fue mayor. La lucha arreció, y se acrecentó la gloria de los que luchaban. Cipriano de Cartago

Hacia fines del siglo segundo, la iglesia había gozado de un período de relativa paz. El Imperio, envuelto en guerras civiles al mismo tiempo que trataba de defender sus fronteras frente al empuje de los pueblos germánicos, no les había prestado demasiada atención a los cristianos.

Seguía en vigor el viejo principio promulgado por Trajano, en el sentido de que los cristianos debían ser castigados si se les delataba y se negaban a ofrecerles sacrificio a los dioses, pero que no debía buscárseles activamente.

En el siglo tercero, la situación cambió. A través de todo el siglo continuó vigente la legislación de Trajano, y por tanto de vez en cuando, en uno u otro lugar, hubo martirios más o menos aislados. Pero además de esto hubo dos políticas nuevas, una promulgada por Septimio Severo y otra por Decio, que afectaron profundamente la vida de la iglesia.

La persecución bajo Septimio Severo

A principios del siglo tercero, reinaba en Roma el emperador, sin embargo, dentro del Imperio había grupos disidentes, y existía siempre el peligro de que alguna legión se rebelara y nombrara su propio emperador, iniciando así una nueva guerra civil. En medio de tal situación, Septimio Severo decidió seguir una política religiosa de carácter sincretista. Su propósito era unir a todos sus súbditos bajo el culto al Sol invicto, en el cual se fundirían todas las religiones de la época, así como las enseñanzas de diversos filósofos.

Pero tal política confligía con la obstinación de los dos grupos religiosos que se negaban doblegarse ante el sincretismo: los judíos y los cristianos. Por ello, Septimio Severo se propuso detener el avance de estas dos religiones, y con ese propósito prohibió, bajo pena de muerte, toda conversión al judaísmo o al cristianismo.

El resultado de todo esto fue un recrudecimiento de la persecución al estilo del siglo anterior, y a la vez una persecución más intensa dirigida contra los nuevos conversos y sus maestros. Por lo tanto, el año 202, fecha del edicto de Septimio Severo, marca un nuevo hito en la historia de las persecuciones.
Ahora mis sufrimientos son sólo míos. Mas cuando tenga que enfrentarme a las bestias habrá otro que vivirá en mí, y sufrirá por mí, puesto que yo estaré sufriendo por él.
Poco después, por razones que no están del todo claras, la persecución amainó. Siempre siguió habiendo algunos mártires en diversas partes del Imperio, pero no en la medida en que los hubo en los años 202 y 203. El emperador Caracalla, que sucedió a Septimio Severo en el año 211, trató de ganarse el apoyo de la población extendiendo la ciudadanía romana a todos sus súbditos libres —los que no eran esclavos—. Como parte de su política de congraciarse con el pueblo, revivió la persecución pero sólo por breve tiempo y mayormente en el norte de Africa.

Los sucesores del emperador, Eliogábalo (218–222) y Alejandro Severo (222–235) siguieron una política sincretista semejante a la de Septimio Severo; pero, a diferencia de este último, no trataron de obligar a judíos y cristianos a seguir ese sincretismo. Se cuenta que Alejandro Severo tenía en su altar imágenes de Cristo y Abraham, además de varios dioses. Su madre, Julia Mamea, fue a escuchar las enseñanzas de Orígenes.

Por un breve período, bajo el gobierno de Máximo, se desató la persecución en Roma, y tanto el obispo Ponciano como su rival Hipólito fueron exiliados y enviados a trabajar en las minas. Pero pronto esa breve persecución pasó, y la iglesia gozó de relativa paz. De hecho, del emperador Felipe el Arabe, que reinó del año 244 al 249, llegaron a circular rumores en el sentido de que era cristiano.

En resumen, durante casi medio siglo las persecuciones cesaron casi por completo, al tiempo que el número de conversos al cristianismo crecía sorprendentemente. La persecución había venido a ser una memoria del pasado, a la vez amarga y dolorosa. Entonces se desató la tormenta.



La persecución bajo Decio

En el año 249 Decio se ciñó la púrpura imperial. Aun cuando los historiadores cristianos le han caracterizado como un personaje cruel, Decio era sencillamente un romano de corte antiguo, y un hombre dispuesto a restaurar la vieja gloria de Roma.

En ese caso, una de las medidas que se imponían en el intento de restaurar la vieja gloria de Roma era la restauración de los viejos cultos. Si todos los súbditos del Imperio volvían a adorar a los dioses, posiblemente los dioses volverían a favorecer al Imperio.

Esta fue la principal razón de la política religiosa de Decio. No se trataba ya de los viejos rumores acerca de las prácticas nefandas de los cristianos, ni de la necesidad de castigar su obstinación, sino que se trataba mas bien de una campaña religiosa que buscaba la restauración de los viejos cultos. En último análisis, lo que estaba en juego era la supervivencia de la vieja Roma de los Césares, con sus glorias y sus dioses. Todo lo que se opusiera a esto sería visto como falta de patriotismo y alta traición.

Dada la razón de la política de Decio, la persecución que este emperador desató tuvo características muy distintas de las anteriores. El propósito del emperador no era crear mártires, sino apóstatas.

Aunque el edicto de Decio que inició la persecución no se ha conservado, resulta claro que lo que Decio ordenó no fue que se destruyera a los cristianos, sino que era necesario volver al culto de los viejos dioses. Por mandato imperial, todos tenían que sacrificar ante los dioses y que quemar incienso ante la estatua del emperador. Quienes así lo hicieran, obtendrían un certificado como prueba de ello. Y quienes carecieran de tal certificado serían tratados como criminales que habían desobedecido el mandato imperial.

Como era de suponerse, este mandato imperial tomó a los cristianos por sorpresa. Las generaciones que se habían formado bajo el peligro constante de la persecución habían pasado, y las nuevas generaciones no estaban listas a enfrentarse al martirio.

Puesto que el propósito de Decio era obligar a las gentes a sacrificar, fueron relativamente pocos los que murieron durante esta persecución. Lo que se hacía era más bien detener a los cristianos y, mediante una combinación de promesas, amenazas y torturas, hacer todo lo posible para obligarles a abjurar de su fe.

Todo esto dio origen a una nueva dignidad en la iglesia, la de los “confesores”. Hasta entonces, quienes eran llevados ante los tribunales y permanecían firmes en su fe terminaban su vida en el martirio. Los que sacrificaban ante los dioses eran apóstatas.

La persecución de Decio no duró mucho. En el año 251 Galo sucedió a Decio, y la persecución disminuyó. Seis años más tarde, bajo Valeriano, antiguo compañero de Decio, hubo una nueva persecución. Pero cuando en el año 260 los persas hicieron prisionero a Valeriano, la iglesia gozó de nuevo de una paz que duró mas de cuarenta años.

A pesar de su breve duración, la persecución de Decio fue una dura prueba para la iglesia. Esto se debió, no sólo al hecho mismo de la persecución, sino también a las nuevas cuestiones a que los cristianos tuvieron que enfrentarse después de la persecución.



La cuestión de los caidos: Cipriano y Novaciano

En el debate que surgió en torno de esta cuestión, dos personajes se distinguen por encima de los demás: Cipriano de Cartago y Novaciano de Roma.

Cipriano se había convertido cuando tenía unos cuarenta años de edad, y poco tiempo después había sido electo obispo de Cartago. Cipriano era ducho en retórica, y sabía exponer sus argumentos de forma aplastante. Sus escritos, muchos de los cuales se conservan hasta el día de hoy, son preciosas joyas de la literatura cristiana del siglo tercero.

Cipriano había sido hecho obispo muy poco tiempo antes de estallar la persecución, y cuando ésta llegó a Cartago, Cipriano pensó que su deber era huir a un lugar seguro, con algunos otros dirigentes de la iglesia, y desde allí seguir pastoreando a su grey mediante una correspondencia nutrida.

Como era de suponerse, muchos vieron en esta decisión un acto de cobardía. Cipriano insistió en que su exilio era la decisión más sabia para el bien de su grey, y que era por esa razón que había decidido huir, y no por cobardía. De hecho, su valor y convicción quedaron probados pocos años más tarde, cuando Cipriano ofreció su vida como mártir.

Mucho más rigorista que Cipriano era Novaciano, quien en Roma se oponía a la facilidad con que el obispo Cornelio admitía de nuevo a la comunión a los que habían caído. Novaciano insistía en que la iglesia debía ser pura, y las acciones de Cornelio al admitir a los caídos la mancillaban.

La importancia de todo esto es que muestra cómo la cuestión de la restauración de los caídos fue una de las preocupaciones principales de la iglesia occidental —es decir, de la iglesia en la parte del Imperio que hablaba el latín— desde fecha muy temprana. La cuestión de qué debía hacerse con los que pecaban después de su bautismo dividió a la iglesia occidental en repetidas ocasiones.


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